sábado, 5 de noviembre de 2011

Entre el cuerpo y el alma

En la España de los siglos XVI y XVII la simulación del éxtasis era conocida como "hacer visages y meneos". Una alumbrada de Valencia -un caso entre muchos- fue acusada, en 1582, en tener la costumbre de mostrarse en público: "Haciendo visages y meneos para representar espíritu y elevación."


Semejante acusación es muy significativa. No se refiere a la verdadera y propia experiencia mística, sino a una falsa experiencia: su representación, su hacer creer. La posibilidad de copiar, de imitar el éxtasis es, sin embargo, una consecuancia, a despecho de carácter íntimo y personal, de su manifestación exterior, cuyos rasgos expresivos resultan codificables.


La alumbrada de Valencia fue condenada (entre otras) no por no haber tenido una experiencia mística, sino precisamente por haber usado falsamente su mismo lenguaje.


En efecto, el éxtasis gozaba ya de numerosas descripciones, como por el ejemplo la de Francisco de Osuna, titulada El tercer abecedario, libro de cabecera de los grandes místicos españoles.


Por otra parte, existe una tradición crítica de la exteriorización del éxtasis, la cual acopaña la formación del lenguaje corporal de la experiencia mística. Una de las experiencias más irónicas de dicha crítica se remonta a la Edad Media.


Número y sorprendentes prácticas siguen quienes están en ilusión de estáfalas obra o en alguna imitación de la misma [...]. Algunos giran sus ojos en la cabeza al modo del cordero agonizante, que han golpeado en la frente, y hacen como si fuesen a morir de un instante a otro. Otros inclinan la cabeza a un lado como si tuviesen un gusano en la oreja. [...] Si ocurre que ellos mismos han leído u opido decir que los hombres deberían elevar su corazón hacia Dios, helos aquí que enseguida levantan sus ojos a las estrellas como si quisieran hallarse más allá de la luna, y que paran oreja como si fueran a escuchar a un ángel del cielo ponerse a cantar. Estos hombres si continúan a mirar de esta guisa con la curiosidad de su imaginación van a perforar los planetas y hacer un agujero en el firmamento.


Leyendo este texto podemos comprobar fácilmente la oposición madieval entre textos -gestus-, visto como práctica comunicativa lícita, y gesticulación -gesticilatio-, que es la exageración abusiva de esta práctica, oposición que evidencian también estudios recientes. Dicha tensión se mantiene a lo largo de la Edad Media hata el alba de la moderna, para llegar al fin a la situación extrema que proscribe el ejercicio de la gesticulación desbordante, sino incluso el gesto en sí: "No es necesario para orar perfectamente hacer ceremonias exteriores, cruces, movimientos y visages con los ojos, cabeza y manos". Esta solución radical es interesante en la medida en que plantea el problema de los festos en términos de utilidad. El pasaje citado no censura el gesto, tampoco lo ridiculiza, pero declara de forma manifiesta su ausencia de funcionalidad en realción con los fines de la oración.


Por desgracia, no disponemos todavía de un estudio síntesis sobre el lenguaje corporal en el ejercicio de la mística, en al práctica de las visiones o bien, simplemente, en la mística española de la Contrarreforma, y las páginas que surgen y no pueden, de ningún modo, colmar esta ausencia. El objetico se reduce a dirigir la mirada sobre la represntación figurativa de la experiencia mística, es decir, visionaria; tratar, en suma, de orientar mi investigación hacia el carácter representativo del gesto en la pintura. Para ser más precisa, la cuestión a la que me propongo responder es la siguiente: si el gesto estático es un lenguaje, ¿cómo funciona en el marco de la representación figurativa de esta experiencia?


Nuestro problema no es dilucidar si tal o cual gesto es falso, abusivo, útil o inútil para conseguir una oración perfecta, sino descubrir el código figurativo utilizado y el mensaje buscado para la representación de esta gestualidad. A fin de cuentas, nos hallamos ante un problema de representación, análogo al mencionado al comienzo de este capítulo, con la única diferencia de que los pintores (frente a la alumbrada simuladora juzgada en Valencia) confiesan de entrada su estatus de representación. En consecuencia, nuestro esfuerzo no ha de ser comparable a un proceso orientado a establecer verdad, sino a una búsqueda que intenta establecer las coordenadas de un arte de simulación.


Ahora bien, ocurre que en la cultura occidental existió ya desde el Renacimiento un arte de la simulación. León Battista Alberti, en su texto fundacional, De Pictura (1435), confirió al cuerpo, a su lengua y a la representación de dicho lenguaje un lugar esencial en la retórica del relato pintado:



La historia conmoverá las almas de los espectadores cuando los hombres que allí estén pintados manifiestan muy visiblemente el movimiento de su alma [...] y estos movimientos del alma son revelados por los movimientos del cuerpo.


En la época de la Contrarreforma, el paradigma de la historia albertiana funciona todavía sin fallos y el lenguaje gestual en sus ejes definitorios; éste debe responder con claridad a los fines retóricos de la imagen: los gestos deben ser expresados de tal manera que pueden ser comprendidos incluso por un ignorante.


Lo que los pintores de la Contrarreforma deben hacer, en el caso específico de un cuadro que representa una experiencia de visión, no se aleja de imperativos básicos. Deben representar una acción (en este caso, el diálogo entre el hombre y lo sagrado) y exponerla al espectador. Ahí reside precisamente, sin embargo, la dificualtad (y yo añadiría también el interés) del relato de las visiones, en este carácter de comunicación de segundo grado: un hombre comunica (intenta comunicarse) con lo sagrado. El cuadro comunica (intenta comunicar) esta experiencia al espectador. El cuadro de visión suele ser una historia con un único personaje, sorprendido en esta de comunicación intensa con "la diferencia". Si la diferencia sagrada, captada generalmente en el registro superior del cuadro, puede comunicarse como una "historia al aire" (para emplear la hermosa fórmula de Pacheco); el registro inferior del cuadro es la escena donde se sitúa el que hemos llamado personaje-introductor, quien ve y nos transmite su visión. Ahora es el momento de ocuparnos un poco de él, sin olvidar que juega un doble papel, puesto que su cuerpo se ciñe a una retórica doble: la del éxtasis en tanto experiencia limitada, y la de la situación de representación del éxtasis que el cuadro impone.




María del Rosario Farga, Entre el cuerpo y el alma. Imaginería de los siglos XVII y XVIII. Universidad autónoma de Puebla. Instituto de ciencias sociales y humanidades, México, Puebla, primera edición, 2002. pp. 149-151

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